Te quiero porque sé que eres hermoso
Pero no es la hermosura de tu cuerpo apeirónico
ni la de tu alma nouménica
es la hermosura inasible del espejo de mármol.
Es la hermosura efímera del cristal de hielo ante el sol despiadado de la aurora.
Es la hermosura sutil del viento meciendo los últimos copos de nieve en pleno julio.
Es la hermosura de la luna.
Eres más hermoso de lo que la gente puede describir, de lo que su vocabulario escaso o poca imaginación pueden apresar entre el lenguaje. Pero los poetas percibimos, los poetas sabemos cómo hacerlo. Tal vez ese don sea también nuestra condena, pues nos impida gozar de la hermosura como lo haría el mirlo incauto o la montaña inconsciente. Decimos que no podemos disfrutar de ella, tal es nuestra condena. Pero podemos percibirla, podemos apresarla con ideas y podemos, como nadie puede, inmortalizarla. Tal es nuestro don. Tal es nuestra condena.
No me importa no poder gozar de tu hermosura, si a cambio soy capaz de percibirla.
Eres más hermoso que cien mil cometas raudos, descomponiéndose en una hermosa estela infinita, volando brillantes a su propia destrucción. Y entre tus venas palpita la noche de los eones perdidos. Y eres mariposa de delirios incandescentes o fuego o luz que se expande entre las tinieblas verdes de la desolación calculada, arrasando el horizonte, anegando los miedos de las civilizaciones sordas, sordas al aullido del hombre por el hombre. Eres la rebeldía del espíritu que cela en su coraza de coral y libera una legión de sueños en torrente inmenso, imparable, para violar los valores corrompidos, para deshacer el embrujo que prohíbe, para cantar al amor de los sinsueño. Y eres el ocaso, el ocaso en toda su terrible magnitud.
Pero ellos no lo ven. No los envidio.